Perdonar a los enemigos, pero no antes de haberlos ahorcado (Heine; Freud)


Freud había copiado la frase a Heine: Uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de haberlos ahorcado. Era duro en sus juicios y en las obras. Dogmático. No era un judío practicante. Salvó la vida cuando ya anciano y canceroso, unos cuantos amigos pagaron el rescate pedido a los nazis para salir de Viena a Inglaterra, donde acabó  sus días; pero sus cuatro hermanas, con más de 80 años murieron asesinadas por la red nazi.

A la hora de morir, Freud había determinado no tomar ningún tipo de calmante porque quería seguir sintiendo para ser él mismo, y consignar el efecto de su dolor en el ánimo mientras esperaba la muerte. 

Quizá no se trata de aniquilar al enemigo. Se trata de ignorarlo, sin importar cuánto ruido meta. El  enemigo prefiere siempre que   hagamos caso a sus insinuaciones, para luego salirse con la suya. ¡Deja que los perros ladren!,  aconsejaba Don Quijote a Sancho. Molestan, sí, pero no pueden hacernos daño. 

El Maligno, por ejemplo, no cesa de acosar, "como león rugiente" --nos dice san Pedro-- a la espera de sacar partido de una debilidad nuestra, de un descuido. Su único trabajo es echar a perder al hombre, y para tal fin se vale de cualquier medio, de los demás hombres si hiciere falta.

Por tanto, resulta difícil y negativo en extremo, seguir las indicaciones de Freud. Llevamos las de perder. En primer lugar, porque no podemos ahorcar al demonio; en segundo lugar, porque llevamos las de perder si entramos en las trampas urdidas con su inteligencia. Debemos evitar la confrontación con cualquiera.

Conviene mucho más  seguir el ejemplo de los santos, pues saben cómo plantar cara al diablo: si bien cada uno lo toreaba a su manera, la señal de la cruz, el agua bendita y el no hacerle caso o pedirle con imperio que se aparte, son algunos de los remedios usados por quienes tuvieron constantes y fuertes  acosos del demonio, como fue el caso del santo Cura de Ars y de santa Teresa. 

Tenemos, además, el recurso a nuestro ángel custodio, que conoce bien al maligno y está siempre presto a acudir en nuestra ayuda,  junto al Príncipe de la Milicia Celestial, San Miguel Arcángel.


  

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