Si Dios nos quitara nuestras miserias, ¿volveríamos a la nada?


La vida de santa Faustina Kowalska (1905-1938) es harto interesante. Vivió unos cuantos años en Polonia, para fallecer, justo antes de la II Guerra Mundial, de tuberculosis.

Tenía frecuentes coloquios con el Señor de la Misericordia, cuya devoción contribuyó  a expandir por todo el mundo hasta su muerte en 1938, pidiendo por la celebración de su fiesta el primer domingo después de Resurrección, ruego que se materializaría años más tarde gracias a la intercesión de otro polaco santo: Juan Pablo II.

En cierta ocasión,  en uno de esos diálogos con el Señor, él le dijo que estaba triste porque ella no le había entregado todo. Sor Faustina se preocupó en lo más hondo de su alma y le contestó que nada le quedaba por entregar, pues había hecho los votos de castidad, pobreza y obediencia, y nunca se había guardado nada para ella. Pero el Señor le dijo: Faustina, no me has entregado lo que verdaderamente es tuyo: tus miserias.

Un buen amigo, devoto de la Kowalska, que había leído sus escritos, me confesaba que le había pedido  al Señor quitarle de su corazón los rastros de las malas hierbas de su vida pasada, para así ofrecerle un corazón limpio a la hora de  recibirlo en la Sagrada Eucaristía.

Sin embargo, un día, mientras este joven rezaba el santo Rosario, vio la falta de sentido de su petición:  el hombre es pecado, "miseria", como le recordaba el Señor a  santa Faustina. Entonces, pensaba, si todo lo que yo soy es pecado, al desaparecer lo único que era,  volvería a la nada.

Ante este descubrimiento, de tintes tan radicales, contaba, sintió al principio una gran decepción. Vio que sus peticiones con buena intención para tener un corazón limpio eran más fruto de la soberbia, del querer ser impecable, viéndose sin mancha.

Pero, el Señor vino a buscar a los "pecadores", a los que son "nada". Y en el sacramento de la confesión le aclararon sus devaneos lógicos, un tanto apartados de la realidad, pues pasaba por alto que, Dios mismo,  había elevado su condición de miserable --nada menos--,  a la de hijo de Dios, dando su vida para "salvar" lo que estaba perdido.  Es decir, todo consistía en una gracia transformante, recibida como fruto del amor de quien es Creador, Padre y Redentor del hombre.

El buen amigo comentaba  después: Ahora sólo pido ser humilde para aceptarme como soy, a la espera de que quien es el único  bueno, me irá otorgando lo necesario para perseverar en el camino conducente a la "vida eterna". Había renacido la confianza.

La experiencia de este amigo deja al descubierto el valor de la confianza como pieza  clave de todo este sendero: nace del amor y se  actualiza en la confesión, donde  Él siempre espera al hombre cuando se siente nada o menos que nada. 

Es decir, el ser prevalece sobre la nada.


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