Sacerdotes y laicos: cesa la admiración si no se distinguen







Para comenzar diremos, no para confundir, sino para aclarar, la diferencia entre un sacerdote consagrado y un laico.

En cierto sentido, ambos son sacerdotes. Mientras toda persona bautizada, al recibir este sacramento se le asigna el don del sacerdocio espiritual (diría Tomás de Aquino) o común, el sacerdote así ordenado por el sacramento del orden está consagrado.

Entonces, tanto uno como el otro están destinados a ofrecer al Padre en el Hijo, toda su vida, sus acciones, por pequeñas que fueren, y corredimir con Cristo el mundo entero para dejarlo sin mancha alguna, convirtiéndolo así en una oferta digna. Pero, el sacerdocio ministerial, representando la persona de Cristo, actúa, por mandato, en su misma persona. Como es sabido, en el sacramento de la confesión, de la penitencia, el sacerdote dice Yo te perdono, sin lugar a dudas, en nombre de Dios, único capaz de perdonar los pecados, pues es a él a quien se ha ofendido al cometerlos. Algo semejante ocurre con la "consagración" del cuerpo de Cristo: "este es mi cuerpo", dice el sacerdote celebrante.

Establecida la diferencia, llama la atención un par de cosas. Primero, la alta dignidad del sacerdocio, que nos permite a todos, ofrecer todo el día "desde que se sale el sol hasta el ocaso" cada una de nuestras obras, y, por ende, santificarnos con ellas. Segundo, la benignidad divina al confiar este poder de perdonar, una y otra vez,  al sacerdote consagrado, las ofensas de los hombres, además de transformar el pan eucarístico en su propio cuerpo y sangre.

Esta grandeza, solía llevar a los niños a soltarse de las manos maternas para ir a saludar al sacerdote que por ellas pasaba. También, cuando por las calles pasaba el portador de la eucaristía para llevarla a algún enfermo, acompañado por un monaguillo portador de una luminaria y de una sonora campanilla, la gente, al ver esa presencia divina se arrodillaba respetuosamente en la acera o en la calzada; todo se detenía al paso del Señor.

Hoy, las personas se han quitado la máscara (eso significa la palabra persona), y ya no quiere seguir haciendo teatro (el lugar donde los personajes se cubrían el rostro con la máscara para la representación helénica). Se han quedado sin nada, conminados a ser ellos mismos, sin fe, sin la esperanza de llegar al cielo anticipándolo en la tierra, sin fundamento alguno para vivir la caridad). Han dejado de ser personas, y han perdido la capacidad de reconocer a quien es la única persona, de donde nos viene el privilegio de serlo.

Al faltar la admiración por este don del sacerdocio, ya no se puede aprender, como diría Aristóteles. Ya no se advierte la presencia de Dios en la persona del sacerdote ministerial y en la Eucaristía, y, mucho menos, en la vida ordinaria, entre nuestros afanes diarios.

La vida sin máscara se ha llevado consigo la luz, la persona, que "ilumina a todo hombre". Y así, ensombrecido el paisaje, el "obrar humano" se desdibuja y se queda en "acto del hombre", una actividad revuelta, confundida con las preocupaciones y asuntos del día, de donde difícilmente se pueden rescatar el amor y la paz llevados como suele ser, de la conveniencia.

Quizá en esta neblina de nuestro tiempo, resulte más difícil rescatar, como fruto de la admiración, la grandeza de las vocaciones sacerdotales, pues muchos ya no se distinguen ni por su indumentaria (los que todavía quedan) de los demás viandantes y así  cesa la admiración; y las madres tampoco ayudan a distinguirlos preparando las almas de sus hijos en su educación mediante el ejemplo, desde la niñez, como antaño.

Así,  las madres, al regatear también con su fecundidad (cesa la admiración por la maternidad), no dejan tampoco que se vayan de sus manos a los hijos para seguir su vocación.







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