El silencio sobre el infierno implica también a los sacerdotes



La siembra del mal.



El infierno está de moda, aunque pocos crean en él. Algunas encuestas señalan que el 60% de los católicos no creen en él. Santa Faustina Kowalska (1905-1938) decía en su Diario, libro autobiográfico: 

"He observado una cosa: la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe."(Diario de Santa Faustina, 741).

Dante Allighieri (1265-1321) escribió una parte de sus poemas hablando de este tema de forma abierta. Desde entonces, sin embargo, no es común ver en alguna narración a sacerdotes, religiosos y obispos padeciendo en el infierno. Se diluye el tema durante años, aunque aparece esporádicamente en la literatura y el sustantivo infierno  se ha colado de diversos modos en la conversación coloquial de varios   idiomas (vete al infierno, go to hell, etc.). Recientemente, en las apariciones de la Virgen en Garabandal, les comunica a las cuatro niñas de ese lugar: 

“Cardenales, obispos y sacerdotes van muchos por el camino de la perdición y con ellos llevan a muchas más almas”. Corresponde esta afirmación a una parte del mensaje que el 18 de junio de 1965 recibió en un éxtasis Conchita, una de las videntes de Garabandal.
Que el infierno existe, queda de manifiesto en los evangelios, donde se cita 17 veces, donde el mismo Jesús dice que en él será el "llanto y crujir de dientes". Pero, contrario a la forma popular de pensar y de expresar estos pensamientos, Dios es amor, y nuestro "ser" nos es dado como fruto de ese amor, y, por tanto, "quiere que todos los hombres se salven". ¿Cómo entonces se hacen compatibles el amor De Dios por el hombre y su condenación eterna?
Junto al "ser", Dios ha dado al hombre la libertad. Con ella, se decide si se opta por Él, bien supremo, o  no. Es decir, es el hombre quien aceptaría o rechazaría su salvación. El Catecismo de la Iglesia Católica, nos explica este punto:

«Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Diarmaid MacCulloch, el gran historiador de Oxford, certificaba así la normalidad con que habían sido arrojados por la borda, incluso en la religión más tradicional, tan fundamentales aspectos del pasado cristiano. Lo hizo en su  Historia de la Cristiandad, publicada en España: “La baja más llamativa del siglo pasado ha sido el Infierno. Se ha caído de la predicación o de gran parte de la preocupación popular cristianas, primero entre los protestantes y, a continuación, entre los católicos, que también han dejado de prestar atención a ese otro aspecto de la doctrina occidental que parecía corrosivo en la Iglesia Latina en vísperas de la Reforma, el Purgatorio”.

Por eso resulta interesante ver cómo diferentes personas nos hablan de él. Un ejemplo es la descripción hecha por santa Teresa (1515-1582):

“Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me pareció de un agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él”. Y añade: “A el cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho. Todo esto era deleitoso a la vista en comparación de lo que allí sentí”. 

El dolor físico se halla muy presente.  En primer lugar, “un fuego en el alma”, también incomprensible e inexplicable. De inmediato, y en segundo lugar, refiere los dolores del cuerpo, catastróficamente superiores a los muchos y tremendos que había padecido ya en su vida a causa de las enfermedades. A pesar de ello: “no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar”. Surge en ella “un apretamiento, un ahogamiento, una afleción tan sentible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer”.

En 1868, San Juan Bosco afirmó que había tenido un sueño sobre el infierno. Su narración completa es bastante larga, así que aquí compartimos sólo un breve fragmento:

“En cuanto crucé el umbral, sentí un terror indescriptible y no me atreví a dar un paso más. Delante de mí pude ver algo así como una inmensa cueva que desapareció gradualmente en huecos hundidos profundamente en las entrañas de la montaña. Todos estaban en llamas, pero el suyo no era un fuego terrenal con lenguas de fuego, sino que toda la cueva – paredes, techo, piso, hierro, piedras, madera y carbón – todo era un blanco resplandeciente a temperaturas de miles de grados. Sin embargo, el fuego no se incineraba, no se consumía. Yo simplemente no puedo encontrar palabras para describir el horror de la caverna.

Mi guía tomó mi mano, me obligó a abrirla, y la apretó contra la primera de las mil paredes. La sensación era tan absolutamente insoportable que salté hacia atrás con un grito y me encontré sentado en la cama.

Mi mano estaba lastimada y seguí frotando para aliviar el dolor. Cuando me levanté esta mañana me di cuenta de que estaba hinchada. Tener mi mano apretada contra la pared, aunque sólo en un sueño, se sentía tan real que, más tarde, la piel de la palma de mi mano se peló.

Comprenderemos muy bien que todos estos personajes no habían tenido contacto entre ellos, y ni siquiera, como en Fátima, ninguno de los tres niños podían leer. Más tarde, Lucía, una de las videntes, a petición del Obispo de Leiria, describió la visión en sus “Memorias”:

“Mientras Nuestra Señora decía estas palabras abrió sus manos una vez más, como lo había hecho en los dos meses anteriores. Los rayos de luz parecían penetrar la tierra, y vimos como si fuera un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo (debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice). Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a miedosos animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, quien nos dijo, tan amablemente y tan tristemente: ‘Ustedes han visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlos que Dios quiere establecer en el mundo una devoción a mi Inmaculado Corazón. Si ustedes hacen lo que yo les diga, muchas almas se salvarán, y habrá paz’”.

Ya, en fechas más recientes, María Faustina Kowalska, a menudo conocida simplemente como Santa Faustina, fue una monja polaca que afirmó tener un gran número de experiencias místicas en la década de 1930. He aquí un extracto de su diario acerca de una de sus visiones:

“Hoy he estado en los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos.

Hay tormentos particulares para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca, con ése será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios para que ningún alma se excuse diciendo que el infierno no existe o que nadie estuvo allí ni sabe cómo es." 

En fin, el silencio actual sobre el tema del infierno sólo  prueba el alejamiento de Dios de esta generación, lo cual, en sí mismo, es un preludio del infierno real. La falta de amor en las relaciones humanas, desde la familia hasta las relaciones internacionales, dejan al descubierto esta ausencia divina que va desde la indiferencia hasta el odio y las guerras, donde no se considera a los "otros" como semejantes, dignos del respeto y cariño propios a la persona humana, hecha a su propia imagen y semejanza, para que así pudiera disfrutar como Dios disfruta: una felicidad eterna.

Por eso, nos recordaba el papa Juan Pablo II en 1999, que el cielo no es un lugar físico entre nubes, y el infierno no es un lugar, sino  la "situación" que viven las personas que se apartan de Dios sin haber querido arrepentirse. La condenación, continúa el Papa,  sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno ―y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas― no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).




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