Los ojos de una madre


Los ojos de la Virgen de Guadalupe muestran que, como Madre, guardan en su pupila a cada uno de sus hijos.



Los ojos de la mujer, su mirada, son uno de los asuntos más delicados de tratar aun de forma literaria. Mucho más cuando se relaciona con situaciones concretas de la vida. En general, cuando la visión se aparta de su luz originaria, se desvirtúa en parte la realidad contemplada.

Sin forzar en absoluto la lógica de esta narrativa, admitiremos algo esencial: los ojos, la mirada de los hombres, tiene su antecedente en la vida sobrenatural, divina: "Hagamos al hombre... "como semejanza nuestra", leemos en las primeras páginas del Génesis, una mención trinitaria significativa, si bien velada. Por ejemplo, en la primera descripción de la creación del mundo, y después en la del hombre, se cita una y otra vez el mismo gesto divino: "Vio" que lo creado era bueno. En el caso del hombre, "vio"  que era "muy" bueno. 

La soledad de Adán, sin embargo, se interrumpe con la creación de la mujer, quien al verla, se admira: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos". Por fin, pudo "ver" una semejanza de sí y se llena de asombro.

Pero va a ser la "serpiente" quien envenenará la mirada del hombre desde la primera y radical tentación cuando les dice: si coméis del fruto del árbol prohibido "se os abrirán los ojos" y seréis como dioses. Esa mención a los "ojos" en este momento decisivo de la historia del hombre, se comprende mejor después de contravenir el mandato divino al seguir la propuesta del Diablo: "...se les abrieron los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos". Entonces Yahvé Dios interpela al hombre y le dice: "¿Quién te ha hecho ver" tu desnudez"? 

Estas primeras "miradas", desde la nitidez a lo borroso,  se van a continuar a lo largo y ancho de la historia del hombre desde antiguo. Se puede mencionar la mirada de David, un hombre predilecto de Dios, a la mujer de Urías el hitita a quien vio cuando se estaba bañando. Era Betsabé hija de Elián, "mujer muy hermosa", de cuya relación con David se concibe y nace el futuro rey Salomón, según nos cuenta el profeta Samuel en su Segundo Libro. O la "mirada tan colmada de ira" del rey Asuero, capaz de causar el desvanecimiento de la  reina Ester.

Las miradas del hombre suelen ser  más toscas, extraviadas quizá por las pasiones. Contrastan con las de esos pintores de la historia capaces de expresar la belleza de lo visto. Ayer y hoy, por diferentes razones, son ellos, no tanto ellas,  quienes nos han dejado en herencia muestras inefables de ese disfrute del placer estético, reflejado en sus cuadros.

Pero va a ser una mujer, María,  quien recuerde al hombre la mirada en su forma original: ver que todo lo creado es bueno. En el momento de la Anunciación, nace la "alegría" en su vida  como  respuesta a un bien, donado  de parte de Dios, que salva. De manera concreta le agradece, justo en el momento de corresponder al saludo de su  pariente Isabel, el haber "puesto los ojos" en ella a pesar de su pequeñez.

A partir de este relato, cuando nace el niño, los pastores también quieren ver el bien anunciado por el ángel, y  glorifican a Dios por lo que habían visto.  Ocurre lo mismo con el anciano Simeón: ya no le importa morir porque "han visto mis ojos" la salvación.

Ver con la perspectiva de Dios, es saborear la  visión sobrenatural, "la luz de los hombres", cuya "palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre", capaz de devolver la vista a los ciegos. El testimonio de Juan  se hace "válido" porque atestigua lo visto. Pero la visión humana no es suficiente. La Magdalena vio a Jesús después de resucitar y no lo reconoce. Tampoco lo reconocen los discípulos en otros encuentros. Por tanto, el Señor requiere de la  visión sobrenatural: "Dichosos" son los que no han visto y han creído".

Los ojos de María, no se apartaron de la cruz. Su hijo, viendo a su  madre, nos la dio como Madre. Desde entonces, se graban en los ojos de María para siempre las escenas de todos los encuentros con sus hijos. Este es el caso da Nuestra Señora de Guadalupe. Después de 500 años se pueden ver todavía hoy en sus pupilas a quienes en aquel momento se encontraban en la estancia mirando la tilma (el manto) de Juan Diego.

Podemos estar seguros: como verdadera Madre, María nos tiene a cada uno en la niña de sus ojos.




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