El mejorar nos hace libres: una aventura sin fin












¿Por qué ciertas personas aceptan sin remilgos soluciones improbadas e improbables para algunos de sus males (amor, abandono, miedo a la muerte, su incapacidad de ser felices, etcétera), y otros, sin embargo, muestran reticencia a cualquier asomo de acientifismo para sus trastornos?

De hecho, los mercados populares y, ahora, las farmacias alternativas, venden remedios para toda clase de padecimientos, naturales y asequibles por su bajo coste, y difíciles de evitar cuando se anuncia a voz en grito: "Para el mal de amores", "el remedio para la felicidad", "la fuente de la juventud perpetua" (¡vendida ésta de generación en generación porque sus ancestros han fallecido!). Se venden estos remedios como pan caliente, recién horneado.

Al fin y al cabo (parecen decirse los compradores) no cuesta mucho y tal vez funcione este remedio que los curadores oficiales no ofrecen. Es barato y ¡quién sabe! Así se abre la puerta a lo desconocido para conocidos males.

Los ciudadanos más elegantes sólo adquieren productos mediante receta médica, nunca dejándose llevar, como Ulises, por la seducción de las palabras de un mercachifle, un charlatán al fin y el cabo. Pero, cuando el mal persiste y el remedio prescrito no acaba de funcionar, puede venir la conversión "ocasional", sólo para este caso y por única vez, a las voces cantarinas de las sirenas. Ocurre a la inversa el mismo mismo proceso para quienes, seducidos en los mercadillos, no experimentan alguna mejoría en sus dolencias: Ya es hora, dicen, de acercarnos a alguien más profesional.

Pero tampoco faltan quienes se acercan a santa Bárbara cuando truena, patrona como ella es de protección ante las tormentas. Es ese grito desesperado de "Sálvanos, Señor, que perecemos". Después de probarlo todo, se acercan a la religión para obtener su cura. No buscan tanto al Señor de la cura, como a la cura misma. De ahí el enojo  del Señor ante este tipo de personas: "¡Si no veis milagros, no creéis!", les dice airado.

Por supuesto, otros, aun teniendo fe, van al médico y a los mercadillos en busca de remedios. Son conscientes de su deber de realizar en lo humano lo posible, además de rogar por esa intervención curativa cuando conviene, tan repetida en tantos lugares a aquellos creyentes que piensan: "Señor, si quieres puedes curarme"; "di una sola palabra" y  mis angustias y miedos, de mis padecimientos y desamores pasarán al olvido, aunque el curso de las contrariedades siga progresando. En este caso, la presencia  de este mal supondrá, así, un bien.

Se entiende enseguida la noción de bien como la situación de quien lo entiende como algo inmaterial, por tanto,  no perecedero, espiritual e infinito, es decir, Dios. "Quien a Dios tiene, nada le falta", decía la santa de Ávila. 

El problema actual consiste en la facilidad con que se reduce Dios a una quimera, aunque lo llene todo. Dios es "inconsciente", fruto de una "neurosis" a la que conviene tratar en el diván de un psicoanalista, según  M. Bassols, presidente de la Asociación Mundial de Psicoanalistas, seguidor de la disciplina creada por Freud, en la vertiente más moderna de Lacan.

En la cita anterior se evita cuidadosamente la palabra ser. No es un alguien; ni siquiera algo. Es un estado del que conviene salir mediante la ayuda prestada por un experto, según las "pulsiones" de cada uno. Así, la persona se va haciendo, en un caminar sin fin, sin felicidad, al ir despojándose de sus temores, de sus fobias, de sus miedos, porque no hay un bien infinito al que entregarse: una persona.

No se trata de una renuncia, sino de una entrega, cuya felicidad, limitada, se experimenta ya desde ahora. Nadie en el más allá será feliz, si no comienza a serlo ahora, en este estrecho presente que se va ensanchando hacia el futuro.

Es el verdadero camino de la libertad.


 

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