¿De veras se acaba el mundo?


No faltan cantores para entonar a varias voces el "casi" inminente final del mundo. Los amigos, con destellos de fanatismo, del calentamiento global, han heredado la visión fatalista de los años 70 del siglo pasado, donde la humanidad estaba condenada al fracaso y a la muerte debido al excesivo número de hijos por familia. A esto se suman quienes ven la chispa destructiva mundial en las tensiones nucleares entre naciones acostumbras al canto de cisne fatal a punto de surgir en cualquiera de los escenarios de conflicto de ayer y de hoy. Y no falta la mención a la invasión de la tecnología capaz de subordinar el mundo al poder restringido de unos pocos individuos, capaces, sí, de ganar cantidades cósmicas de poder económico  y político pero sin asomo de sensibilidad para quien no tenga el dominio de esa coyuntura técnica.

La inminencia, el ya viene, el secreto, lo oculto, son todo frases hechas para atraer  curiosos a los escritos de algún desconocido sabelotodo. Que no. Que las cosas están bien claras. Que nadie sabe el día ni la hora. Que no podemos perderle tiempo en conjeturas estériles de quienes ni siquiera se afanan por poner un ápice de control en su vida interior. 

Perder el tiempo es no buscar la manera de querer más y mejor a nuestro prójimo. De eso se nos va a pedir cuenta al atardecer de la vida. Sólo el amor  puede explicar nuestra presencia en la tierra, y la presencia divina a partir del sí de su madre María. Sólo así se da la entrega personal a los demás, incluso a los enemigos, los que no nos quieren y de quienes hemos sufrido afrentas. 

En fin, mientras tengamos tiempo, si nos hemos salido del camino, hay que regresar a él porque en ello nos va la felicidad; y sin alardear, quienes han permanecido fieles,  por la gracia, deben salir al paso de tanto descarriado que se cruza por el camino de cada día.

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