¿Sólo se condena el que quiere?




La pregunta del encabezado parece apuntar a una respuesta obvia: nadie quiere condenarse, en principio.

Pero no hay preguntas obvias, sino repuestas sin fuste. Veamos.

Punto primero.  ¿Cómo puede ser posible la existencia del infierno,  si Dios es bueno? Respuesta: Debemos ir al principio, a la creación de los ángeles. Estos seres estaban dotados de libertad. El amor los trajo a la existencia colmados de dones. Dios quiso que ejercieran esa libertad, y era de esperar que el primer movimiento de sus voluntades se dirigiría  de una manera natural a expresar su agradecimiento. Así fue. Pero no en todos los casos. Luzbel y sus seguidores quisieron independizarse del amor.

Punto dos. La felicidad está en el amor. Fuera del amor, nada bueno hay, excepto carencias absolutas: oscuridad, sufrimiento indecible, odio sin fin. Entonces, ¿cómo es posible que una inteligencia angélica, muy superior a la humana, eligiera este cúmulo de miserias? Respuesta: Los ángeles no eligieron la miseria; eligieron el "desamor", su independencia de Dios. Pero el desamor acarrea todas estas consecuencias. Su inteligencia no las vio porque estaba cegada por la "soberbia".

Punto tres. ¿No cabe el arrepentimiento al experimentar tales sufrimientos? No. La soberbia les presenta su estado  como un triunfo ante Dios. Como si con su condena lo hubieran conseguido la independencia buscada. Como Dios les había otorgado la libertad, no podía quitársela ahora, y así mostrar su misericordia. No les puede quitar a los condenados lo que quieren poseer: su querer oponerse a lo que Dios es manteniéndose en su postura. Es el misterio de la posición de Judas. La voluntad se mantiene firme, se congela como una piedra, incapaz de ver ni querer nada excepto lo querido por uno mismo.

Punto cuarto. ¿Acaso entre el amor y el "desamor" no hay siquiera un punto de contacto? ¿No conocieron los ángeles desde el principio el amor? ¿Dejaron de amar absolutamente después de elegir su independencia? Respuesta: el paso del amor al desamor, no es algo gradual. Es abismal. Se ama o no se ama. No se trata de amor cuando se entrega un corazón a medias. El amor es entrega absoluta. Se puede crecer en el amor, pero en cada estadio se quiere con todo el corazón. Si no, no se ama. Por eso con  el amor se puede medrar y también decrecer: se trata entonces de una entrega absoluta en cada momento. Entonces, en el caso de los ángeles, en su decisión original, se afianzó su postura para siempre: mientras la "soberbia" les impide volver a ganar el amor, la "entrega" absoluta les aseguró  para siempre en su elección del amor: la libertad está, diríamos, determinada. En el caso del hombre, como está la libertad todavía indeterminada debido a la condición de "caminante" del hombre, sólo la gracia puede asegurar la perseverancia.

El infierno existe. En Fátima, la Virgen se lo mostró a los tres niños. El horror de esa visión fue indescriptible. Eran muchas las almas que se condenaban, de acuerdo a sus palabras de tristeza llenas. También, casi cuatro siglos antes, santa Teresa vio el lugar del infierno reservado para ella si no era fiel. 

San Juan Pablo II, poco antes de su partida, en habló claramente del "infierno" en la Audiencia General de 28 de julio, de 1999. Se refirió sin cortapisas a una realidad, esquivada en los modos de la cultura occidental, tan acuciada por las llamadas del placer, de las drogas y de la indiferencia:

                      «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Esta manea de referirse a la "libertad" nos recuerda las palabras de santo Tomás de Aquino a su hermana, cuando le preguntó sobre lo necesario para ir al cielo. Le respondió Tomás: "Querer". Y es que, cuando la voluntad cierra la puerta a la misericordia divina, Dios respeta esa libertad, que como "don" le regaló al hombre, tanto para salvarse por el amor, o para condenarse por el "desamor".








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