Cuando la sal pierde su sabor....




Si la sal se vuelve insípida...




Estamos viviendo tiempos convulsos, quizá similares a los de otras épocas  de la historia. Por ejemplo, cuando al Gran Canciller de Inglaterra, Tomás Moro, lo encerraron en la Torre de Londres, antes de su martirio, por defender la verdad de la conciencia sobre la "primacía" del  Estado en cuestiones morales, sobrevino a continuación un gran cisma conducente a la separación de la facción anglicana de la Iglesia Católica.

Casi podríamos ir recorriendo cada siglo de la historia, con los mismos o parecidos resultados. En el ejemplo propuesto, al rey Enrique VIII se le había concedido en 1535 el título honorario de Defensor de la Fe. ¿Qué había ocurrido para perseguir los fieles verdaderos de la Iglesia?

La respuesta, ampliable al día de hoy, puede parecernos simple, pero se trata del fenómeno de la sal: este condimento tan buscado desde antiguo por dar sabor y preservar de la corrupción a los comestibles, ha perdido su sabor.

La presencia de la sal "insípida" no convence a nadie. Sólo sirve para ser arrojada fuera para ser pisada por los hombres y las bestias.

Algo así ocurre con la cultura de Occidente. Ha perdido su sabor (aunque celebridades como Vargas Llosa opinen lo contrario). Y no atrae a nadie, excepto a los refugiados y seguidores del Islam. Éstos acuden para llenar sus estómagos y los vacíos inmensos dejados por la disolución de los valores cristianos.

Por supuesto, no todo se puede reducir a la presencia de los valores cristianos, pero sin ellos no tendríamos esa paz social, facilitadora de la convivencia, porque no se apreciaría el valor de la caridad cristiana. El quid del asunto radica en el aprendizaje de pensar en el otro; si no, la vida se vive girando en torno al propio yo. Y eso sí es un verdadero castigo.

Y esa vivencia de esperanza en el otro empieza en la familia.



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