La contemplación y la falta de tiempo

Vivimos muy de prisa, siempre corriendo de un lado a otro.

Me parece que el hombre no está hecho para andar en tales trotes. Hay pocas cosas de lo que tiene en su derredor  que verdaderamente admira. 

No tiene tiempo para detenerse y contemplar su entorno, desde lo más simple a lo complejo. Siempre hay un punto que da sentido al todo.

Gracias a la cámara fotográfica, el hombre pudo detener el tiempo. Y nos admiramos al contemplar tomas de lugares comunes, que, sin embargo, nos muestran una faceta nueva a la que podríamos mirar durante horas.

Las cámaras de hoy, incorporadas a los teléfonos digitales, nos han robado en parte esa capacidad de congelar el tiempo. Sin reflexionar siquiera un segundo se puede disparar una fotografía tras otra, sin estudiar ese punto que lo resume todo y que nos muestra en una imagen todo el candor de un momento.

Las nuevas tecnologías no nos ayudan a pensar, deteniéndonos delante de la creación para calar las maravillas que encierra. Cuando asistimos a las exposiciones de fotografías de autores del siglo pasado, nos impresiona que, con una cámara en donde se debían fijar la luz, el tiempo de exposición y el ángulo de la toma, se hayan podido plasmar en una foto fija, impresa luego en un papel especial, el toque de lo animado en un rostro, en la belleza de un paisaje,  la detención de un movimiento que se perpetúa para siempre.

Creo que debemos aprender de las cámaras de ayer (todavía las hay muy buenas) la capacidad de captar en una imagen la simplicidad de la belleza; y eso ocurre (también hoy) cuando aprendemos a detenernos unos segundos ante lo que llevamos entre manos, y descubrimos ese algo divino que toda criatura, piedra o persona, trae consigo.

Hay que detener el tiempo, para no pasar de largo ante lo sublime que nos ronda aun en medio de tanto trajín. De ahí surge la admiración, cuando somos capaces de contemplar.

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