La biología no sabe lo qué es la vida y apuesta por la inmortalidad

La biología no sabe qué es la vida. No la ven porque se entretiene en su estructura molecular, y, a veces, en la vanagloria de sus pensamientos científicos. Obrando así, jamás se encontrará la vida ni su significado.

Por eso piensan algunos que, con tiempo suficiente, superaríamos la inevitabilidad de la muerte. Es cuestión de tiempo, y de recursos. Hay que apostarle a este gallo si queremos ganar la inmortalidad, según Richard Feynman, premio Nobel de Física.

A quienes piensan así, les concedería ipso facto el don de la inmortalidad que apetecen. Vivir para siempre a pesar de los achaques que, inexorablemente, nos acechan. Sin duda, la ciencia ha avanzado en todos los campos. Se precisa de más tecnología, de "biomarcadores" que lean y recojan los datos de nuestros procesos celulares y, una vez analizados, poner el remedio adecuado a cualquier salto fuera de orden.

La ciencia, cuando se reduce sólo a lo material, y llama "creencias mitológicas" a cualquier otra explicación que trate de incluir a Dios en la aparición y extinción de la vida, tal como hace la brillante científica española, María Blasco, directora del programa de Oncología Molecular, bióloga reconocida internacionalmente, se queda prendida de sí misma, a la hora de explicar la vida. Dice, "no podría ser religiosa, porque me lo impide mi intelecto".

En este punto tiene razón la bióloga Blasco. La ciencia humana y filosófica, da origen a un conocimiento cierto y evidente de las cosas, deducido por el raciocinio natural de sus principios o causas. Tampoco la teología se escapa de este ejercicio racional.

Claro está el impedimento del intelecto. Pero hay un "conocimiento sobrenatural", cuyos hallazgos están asequibles a todos, también a los científicos, que no se desentiende ni destruye, sino que conecta el nexo entre las cosas creadas (perdón por usar este término) con el fin último. 

Creo que este es uno de las rémoras de la incredulidad, es decir, del que no quiere creer. No es un mal del intelecto, sino de la voluntad. Los científicos de altura, como el también Nobel Monod, niegan la finalidad, ese saber a dónde vamos a ir a parar nosotros y el mundo que les rodea. 

Por eso, piensan, si tuviéramos tiempo suficiente descubriríamos la cura de ese mal que es la muerte, y de paso la vida y el universo entero. Es cuestión de tiempo.

Ese es el meollo del asunto: que la vida humana es cuestión de tiempo, y mientras no definan estas realidades de manera seria, propia de quien ama la ciencia, no saldremos de las conjeturas del materialismo, que denosta  la realidad de la vida del espíritu.

En el fondo, y en la superficie de estas diatribas, vemos que se trata de un problema de fe (que nunca es enemiga de la ciencia humana).


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