Pero, ¿qué es lo esencial?


Jean Guitton, muy a su manera, nos dice que "lo esencial es el lugar de lo que, en una verdad, es temido".

 Esto se suele ver claro a la hora de encararse con la vocación. La vocación es una "llamada". Cuando es Dios quien llama, la gente se pone a temblar, se escapa de donde está para ocultarse de la voz interior que le marca el camino a seguir en la vida y se resiste pretendiendo que no pasa nada.  

Así se cuenta en la vida de algunos profetas del Antiguo Testamento, Amós por ejemplo, y el Buen Ladrón,  san Agustín, santa María Egipcíaca, santa Margarita de Cortona. San Agustín decía: Dame, Señor, castidad de vida, pero no ahora. Hay una gran lista, sin contar las vidas de personajes contemporáneos de nuestro entorno, cuyo tránsito por   este mundo ha recalado en todos lo imaginable antes de entregarse a la voluntad de Dios.

Lo esencial está en un pero. La diferencia entre el más santo y el más vil es la de un papel de fumar: ninguno somos "digno", y así repetimos en la Misa el punto del Centurión romano cuando le pide a Jesús que cure a su criado. No hace falta que entres en mi casa, indigno como soy --y aquí viene el detalle--, pero di una palabra, y él curará. 

Ocurre lo mismo con el Buen ladrón, la Samaritana y la Magdalena. Para que un ladrón fuera sentenciado a esa clase de muerte, debió haber sido grave su o sus delitos. Pero, al "confiar" en Jesús, una palabra lo declara al primer santo canonizado  de la historia del cristianismo. Lo mismo ocurre con la Samaritana y la Magdalena de la que había expulsado "siete" demonios.

Judas, sin embargo, no procede de la misma manera. Reconoce, sí, su pecado, como Pedro y devuelve el dinero a los jefes de a Sinagoga. Pero, él no cree que su pecado pueda tener remisión, que ha traspasado los límites de lo perdonable y se desespera al no "confiar" en Jesús.

Por eso la salvación está en "querer", como le recuerda santo Tomás de Aquino a su hermana cuando le solicita saber lo necesario para ir al Cielo. Y la condenación, por duro que suene, consiste en "no querer" salvarse, pues Dios sí quiere que todos los hombres se salven.




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