Ladran los perros del alma, pero no muerden


Caminar por el campo suele ser una delicia. Esta era una sana costumbre del siglo XIX antes del atardecer. Contemplar los campos sembrados y las divisiones trazadas por hileras de árboles de toda especie, para regresar a casa y sentarse, durante las tardes frías, junto al fogón. Kant solía contar de su experiencia campera y de sus altos pensamientos rumiados  durante las caminatas.

Un día, después de un buen rato de lectura, salí al campo a dar una vuelta en solitario. Apenas había pasado el rezo del Angelus, y en esa comarca solían tañer las campanas al mediodía. Mi vista iba considerando el trabajo de unos campesinos en su pequeña parcela, cuando un par de perros salió de entre los maizales y en un par de brincos ya los tenía a mi lado. Mi primera intención, de forma natural, se iba por el echar a correr. Pero sabía que si hacía tal cosa iba a provocar a los perros y acabarían abalanzándose sobre mí, para atacarme. Durante mi niñez, y ahora en casa, había crecido entre estos animales, y sabía de sus reacciones. Correr en esos momentos es una provocación para ellos, y no cesan de perseguir hasta morder a su presa.

El más atrevido de los perros se acercó hasta mis pies. Cesé en mis movimientos, y me quedé rígido, sin aliento casi. El animal cogió con sus dientes mi tobillo izquierdo, y me quedé, sin moverme, esperando. Parece ser que el perro también esperaba mi reacción. Pasaron unos segundos; yo sentía los dientes del perro en mi carne, pero no los apretaba. Al cabo de un rato, parar mí eterno, el animal cejó en su ataque, apartó la boca de mi pierna, pero se quedó sin moverse junto a mí. Lo miraba y él también a mí. Poco a poco se fue alejando, pero sin apartar sus ojos de mi figura.

Dice el refrán: "perro que ladra, no muerde". Estos dos canes no ladraron nunca. Sus dueños, con dos gritos, los apartaron de mi camino. 

Apenas me vi libre de este ataque, rompí a dar gracias por haber salido ileso. Estos perros me llevaron a pensar en esos ataques de improviso perpetrados en la oscuridad del alma y sin casi posibilidad de defensa alguna. De noche, esos perros ladran hasta bien entrada la madrugada y traen recuerdos de ayer, siempre negativos, con un doble sesgo: no dejan conciliar el sueño y apenas permiten defenderse de los ataques. Como las mordidas del perro del camino, te toca los tobillos con los dientes, pero sin morderlos. No se puede correr, mejor dicho, no se debe correr en esas circunstancias. 

Así son los ladridos nocturnos de los perros del alma.  Ladran, pero no muerden. No hay que perder la serenidad, si se sabe invocar a quien puede ayudarte en esa vigilia nocturna: el ángel custodio, ése que cada uno tiene junto a sí desde el momento de la concepción y no le abandonará hasta la muerte.

Por eso se enfadan los perros. No muerden, pero a veces sus "latidos", no dejan dormir.

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