Las abejas y el trabajo del hombre






Las abejas viven 45 días. Tan pronto pueden volar, nos enseñan a nosotros los hombres, la razón de ser de nuestra vida: el hombre ha nacido para trabajar.  Este insecto es una de las maravillas de la creación.

Trabajar. Eso hacen las abejas desde el primer momento hasta el último de su corta vida. No se paran a pensar si su existencia merece la pena. Por el contrario, se dedican a producir hasta el último minuto el elemento más solicitado y dulce de la historia, que no empalaga, el más antiguo, con mil propiedades curativas: la miel

Endulza la vida del hombre. La "tierra prometida" a los israelitas manaba "leche  y miel". La vida de la abeja,  podría ser un proyecto esencial para la vida en sociedad: trabajar a fondo cada día, sin quejas, con buena cara, endulzando la convivencia con los demás.

El proceso de producción de la miel, no contamina. Por el contrario, fecunda cuando las abejas llevan en sus patas  el polen de una flor a otra. Tampoco se meten con nadie, per defenderían a muerte si fuera preciso el panal que guarda su joya.

Produce cada abeja mucho más de lo que consume. Así vemos el surgir natural del bien común, que cada una respeta.

Se acepta cada una de las abejas tal como es, sin compararse con las demás. Fuera del tamaño resulta difícil encontrar diferencias entre los individuos de esta especie de insectos. Hacen su trabajo sin esperar nada a cambio. Ellas se van alimentando mientras recogen el néctar de las flores. Su producto, depositado en hexágonos regulares de cera, es uno de los mejor cotizados del mercado. Y la cera de las abejas no tiene igual: una candela hecha con esta cera se quema sin chisporroteo dejando una fragancia única.

También el hombre tiene sus días contados sobre la tierra. Su estancia es siempre breve, aunque se cuenten sus años por cientos como los de los patriarcas del Antiguo Testamento. Apenas nacemos y dejamos de existir. Si no, ¿dónde está todas las generaciones que en el mundo han sido? 

Y no podemos pasar ese poco tiempo, dedicándolo al trabajo bien hecho, a la convivencia afable, a la ayuda a quien la necesita. Guardar  el corazón para los recuerdos nobles, pues lo salobre no ayuda a recorrer el camino donde se encuentran tramos sin  apenas fuentes de agua fresca. 

Es raro encontrar a una abeja fuera extraviada del camino. Esta puede ser la impresión dada por la Virgen María, cuando la encontramos apartada de la tierra de los judíos después de la muerte de Jesús. Acompañada por Juan, el joven apóstol encargado de su cuidado como "hijo", seguramente huyeron de Jerusalén a Éfeso  antes de la persecución. Pero María no está perdida. Convenía en ese momento apartarse de la tierra de sus mayores, siguiendo quizá la indicación de su Hijo de "ir por todo el mundo".

La  ciudad de Éfeso, se sitúa en la costa occidental de Asia Menor, cerca del mar Egeo, lejos de Jerusalén. Una vez ahí, podemos preguntar por  Juan el pescador, hermano de Santiago, hijos del Zebedeo de Betsaida. Llegaríamos a una casa pequeña, bien dispuesta, donde vive María, la madre de Jesús el Nazareno. Ella no está perdida, y aunque alejada de los caminos de Israel, tantas veces recorridos con José, primero, y luego con su Hijo, tratarán de encontrar en ese retiro paz y amigos  donde irán sembrando las primeras semillas del cristianismo.  Esa casa, cercana a la costa del mar Egeo,  todavía se encuentra en el mismo lugar, y es visitada hoy por muchos que van  al encuentro de María, según los datos dejados por la monja Anne Catherine Emmerich en 1812.

Es ahí, según parece, donde estaba el enclave de la iglesia de Éfeso, la primera de las siete citadas por san Juan en su Apocalipsis. A las contrariedades sufridas por esa comunidad primitiva, el Mesías como Juez le echa en cara el "haber perdido el amor de antes". No había hecho cosas malas, pero la rutina había sustituido al amor en los trabajos de cada día. Entonces, Dios se queja por la falta del amor debido. 

Quizá se puede aprender de las abejas su dedicación a las tareas diarias, hechas con verdadero "cariño", a juzgar por lo exquisito de su producto. También al hombre se le juzgará al final  por sus "obras", y resulta difícil conseguir la perfección debida en ellas  si faltara el amor









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