¿Envidia de Dios por el hombre? Veamos


Puede sonar atrevido y fuera de lugar el título de este artículo. Quizá lo sea. Pero veamos en dónde se puede apoyar tal afirmación..., si es que tal pretensión es posible.

Dios es amor, "acto puro", sin un antes no después, sin cambio y siempre nuevo, en un presente continuo.  Es Trinidad, tres personas distintas en una sola esencia divina. Cada persona aporta lo mejor, lo más íntimo y peculiar de sí mismo, distinto, sin gastarse, conservando el amor en su plenitud infinita.

Como si añorasen algo, las tres personas vierten su intimidad y como si añorasen algo, dicen: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", como si eso les faltaba a su plenitud, no en sus pensamientos sino en su realización. Sí, dijeron, que sean como nosotros; así la convivencia entre nosotros será más íntima,  nuestras "procesiones" captaran la totalidad de nuestra intimidad. 

El Espíritu, como Señor y dador de vida, consiente en esta concepción, que es adoptada instantáneamente por el Padre, al ver la alegría del Hijo  en esta manifestación trinitaria. Se iba dar el paso para que un ser a lo divino, dotado de inteligencia, capaz de amar y de procrear, pudiera llenar de vida humana la tierra nueva a punto de venir.

Ahí, justo entonces, nace el tiempo, la dimensión de una realidad nueva. Había que preparar el terreno, el universo entero,  para la venida del hombre, ya inminente.

Todos asintieron cuando el Hijo expresó su sentir: Mis delicias son el estar en medio de los hombres. El Padre y el Espíritu se miraron al advertir los sentimientos del Hijo, expresados como si su compañía tuviera una sombra de carencia. Pero, por supuesto, sabían que eso no era posible; la persona del Hijo había manifestado su    querencia vivida excepcionalmente. 

Claro, hasta aquí se va captando esa conspiración de amor divino que va llenándolo todo, pero lo inaudito ocurre cuando el Hijo da una expresión absoluta de su preferencia por el hombre y  su pensamiento se abre y muestra sin vacilar su querencia por la voluntad del Padre: hacerse verdaderamente  hombre.

Pero, ¿por qué? ¿Cómo todo un Dios acepta y decide hacerse hombre?  

La historia siempre en el presente de las procesiones trinitarias, tiene, bajo nuestro punto de vista, una secuencia temporal inexistente en la Trinidad de personas. Al concebir el hombre, sabían, veían como una criatura angélica, bellísima y poderosísima, Luzbel, engreído en la luminosidad de sus dones, descuida un instante a su creador, olvidándose de su condición de creatura. Y reta al mismo Dios en sus pensamientos de ser espiritual, transparente, y millones como él le siguen para erigirlo en un digno  de medirse con el único y verdadero Dios. Quizá no duró el engreimiento siquiera un segundo, lo suficiente para verse sumido en el abismo de la negritud,  sin la luz proveniente del rostro divino, condenado con todos sus seguidores caídos para siempre por dar pábulo y no querer rectificar lo desastrado de sus intenciones. Tenían toda a luz y la perdieron para siempre. Siguen siendo, pero en la obscuridad más absoluta, llenos del odio que había suplantado al amor en un segundo, pero que los llenaba en su totalidad, sin arrepentimiento posible debido a su radical decisión de encararse a Dios, pasara lo que pasare.



Para Dios no hay imposibles, frase dicha por el arcángel San Gabriel justo en el momento de la concepción.

Permitir la caída para así poder realizar todo el programa de la humanización divina.

Quedar presente la naturaleza humana en el seno de la Trinidad.

Quedarse con los hombres en la Eucaristía, no importa qué tan solitario sea el sagrario.

Espera: Aún no he subido al Padre...(a la Magdalena).

Os conviene que me vaya: Les voy a mandar mi espíritu, es decir, mi yo en vosotros, siempre presente.




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