La realidad del misterio se resuelve en el silencio.

El misterio nos rodea desde el principio. Y no se acabará nunca. Nace con la palabra. En silencio. Sólo hay contemplación de lo que es.

Y esta realidad no se resuelve con ecuaciones, sino en el silencio. Sólo en el silencio van apareciendo las claves del misterio.

La clave es personal. Es siempre una llamada sin palabras.

Sabemos que la palabra brota del silencio, sin saber cómo. Aquí se halla presente el misterio del lenguaje. Cuando se trata de resolver, reduciendo el origen del lenguaje a la "palabra expresa" se está cayendo en el positivismo más radical. Es como decir: Miren, señores, antes de la voz sonora, estaba la nada. Pero a partir del sonido podemos medir, contar, grabar, repetir, memorizar lo dicho.

Lo importante, según esta idea, es "decir". El pensamiento siempre es de cada quien, inasequible. El conocimiento, si es tal, debe ser "verificable". Si no, ¿sobre qué se piensa?

Dios no entregó al hombre un libro con su palabra. A través de generaciones, la palabra se fue desdoblando, asimilando, interpretando y escribiendo en rollos, especialmente a partir de la estancia del pueblo judío en Nínive, para defender esa palabra frente a los mitos persas de sangre de dragones extendida en el firmamento para formar, luego, luchas entre seres defensores del bien y del mal.

La palabra es una creación personal, silenciosa, cuando el entendimiento se encara con la realidad. El sentido nace de ese encuentro. Ni era antes ni surge después. El sentido da la hora de un nacimiento real. Antes, no hay tic-tac, sonido alguno. Después, ya no puede oír. La reflexión nos pone en contacto con el nacer de la palabra. Sin reflexión se vive en un mundo sin vida. Todo se convierte en repeticiones, sin sentido.

Así nos ocurre hoy con la "dependencia" de las redes sociales. No hay tiempo para la reflexión. No aparece el silencio porque lo agosta el ruido. Y sin ese silencio, no hay palabra.

El misterio no se desvela sin la palabra, desplegado en silencio.



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