El diablo puede engañar aun con la misma verdad


El jardín de las delicias.
Sí, con la condición de que  no sea vano todavía encontrar la verdad en él.






Algunos atrevidos, aunque en la dirección correcta,  han osado  poner la verdad como el fin de la comunicación.

No está nada mal. En un mundo relativista, donde los operadores y usuarios de las redes sociales pueden hacer de las suyas, resulta un atrevimiento proponer la verdad para ocupar algún lugar en el proceso de algún modelo de comunicación.

Pero, un experto (en otras disciplinas), sin eliminar el concepto de verdad, nos la presenta como algo "tan grande", y dotado de "tanta amplitud" que, por ganar en comprensión  "significa tantas cosas que sirve de poco".

Este señor, catedrático de Derecho Constitucional en una universidad madrileña, saca la cara en un tema donde tantos la esconden como el avestruz, y dice tal como piensa de la verdad: la tilda de palabra "muy recurrente pero también engañosa", "insuficiente para enjuiciar el fraude y la manipulación de las noticias".

Eso es hablar sin tapujos. Sin duda trae a colación su experiencia en el campo del Derecho, donde con tanta frecuencia se deben tratar asuntos relativos al "fraude" y, quizá,  a la "manipulación" de las sentencias en los tribunales de justicia.

Una vez vaciada la verdad de contenido la descalifica, pues resulta "engañosa". Por eso puede este jurista, según su parecer, hallar en la técnica  la diferencia entre "información" y "comunicación". El periodismo es una "actividad técnica", dice, y consiste en "dotar de significado a los hechos y a las cosas".

Lejos de toda tradición del pensamiento, desde los clásicos de Grecia, pasando por el cedazo racional del Medioevo y   hasta los realistas del siglo XX,  la verdad ya no consiste en adecuar la inteligencia a los hechos, a las cosas, y, por tanto, el trabajo de edición "requiere de maquinaria para manifestarse". Sólo así, a base de esfuerzo técnico, se consigue "dotar de sentido a los acontecimientos"

Ahora ya sabemos lo necesario. El periodista es quien "dota de sentido a los acontecimientos", a base de técnica,  para así "convertir la verdad y con ella la posverdad en un concepto retórico, incluso folclórico y casi exclusivamente religioso o político": "un acontecimiento no necesita ser verdadero cuando se descubre evidente".

Sobra la verdad. El periodista va tras lo obvio, lo "evidente". Las cosas ya no tienen sentido por sí mismas, como apunta Aristóteles en su Metafísica: ahora se necesita de un periodista imbuido de técnica, para dar sentido a la vida, a lo que de suyo no tiene sentido.

Este profesor de Derecho se une a  otro pionero de la comunicación en Estados Unidos,  en la década de los cuarenta del siglo pasado, el señor Harold Laswell, quien, sin renegar del valor de la verdad,  desgranaba el proceso comunicativo haciendo énfasis en el quién dice qué: primero el quíen. Desconfiar: "no creer en lo que dicen";  mirar mejor a "quién lo dice", afirma nuestro contemporáneo profesor.

Cae de lleno en el campo de la "persuasión", sin reparar, quizá, que es cada quién el que se persuade a sí mismo. Ya no podemos seguir diciendo: "la serpiente me engañó y comí lo prohibido".

Es decir, se ve obligado a recorrer este camino del quién dice qué, porque ha desacreditado  la verdad. La verdad se encierra junto con  el sentido en el qué, no en el subjetivismo del quién. Al saber lo que algo es, se enciende la luz de la inteligencia y entonces, sólo entonces, se puede comenzar a hacer buen periodismo, y  contar a los demás el descubrimiento.

Resulta penoso advertir en pleno siglo XXI, cómo una persona auspiciada por El País con la Cátedra Polanco, pueda escribir un editorial desacreditándose él mismo, al engrosar las filas de Pilato cuando pregunta, "qué es la verdad". ¿Qué se puede enseñar si no hay verdad?

Recuerda  también este profesor la tradicional propuesta diabólica al presentar la verdad como "engañosa", que, sin duda, tanto éxito ha tenido.




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