La guerra no termina con el cese al fuego
Para muchos la guerra había terminado. Sin embargo, al cruzarse con quienes se habían enrolado al acuerdo de paz, ni siquiera saludaban a pasar con el gesto de cabeza. Seguían su marcha, quizá pensando en as diferencias del pasado como una cortina que impedía relacionarse con los demás.
Faltaba el perdón, marcado en un gesto, aunque las rémoras de ayer no cesaran de agitarse en la cabeza, en el interior de la conciencia. Pero, lo más probable de esta situación, incómoda cuanto cabe, se deba a la incapacidad de perdonarse a sí mismo; por eso, al ver la proximidad del otro, distinto en sus percepciones de la realidad, debido a los inquietos fantasmas pesimistas rondando sin cesar al abrigo de recuerdos insalubres difíciles de erradicar, especialmente al ver los rostros de quienes no habían sido acordes con mis ideas.
Por esta razón, entre muchas, salir a pasear con el fin de tranquilizar mis ánimos no siempre resultaba apetecible, porque al cesar en mis actividades ordinarias y quedar vacía mi mente de los recuerdos propios de una tarea habitual, el hueco creado se llenaba siempre, o casi siempre, de pensamientos desagradables donde los actores del pasado ahora eran mis vecinos.
De esta manera, los pensamientos derivados de la guerra, además de su presencia incómoda, se volvían punzantes al encontrase con esos vecinos malquistos, difíciles de erradicar de la memoria. Entonces, la guerra no se acaba con el cese al fuego; quedan los rastros de las diferencias ideológicas capaces, si fuera el caso, de comenzar de nuevo otra querella o disputa de consecuencias inciertas.
Es la guerra sin fin.
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