El bien no se suele conocer hasta que es perdido


Se llora la muerte de los padres, la de un amigo, la de un cónyuge, la de una persona cercana por algún motivo. La muerte es una desaparición definitiva.

Pero, ¿qué pasa después de la muerte? ¿Es cierto que se acaba todo con ella?

No,  después de a muerte viene la vida. Nada se acaba; se transforma.

Veamos. Nosotros tenemos la ventaja de haber vivido después de la muerte de Cristo. Con sorpresa vemos que la muerte no tiene la última palabra. Jesús al tercer día resucita y se aparece a los más íntimos: las mujeres que solían acompañarle, a los apóstoles, a Caifás y su amigo cuando ya, decepcionados, se marchaban a otra tierra.

Jesús vive, y según sus palabras, va a permanecer con nosotros "hasta el final de los tiempos". Mientras, son miles los canonizados por la Iglesia después de su muerte, garantizando así la estancia definitiva de su alma para toda la eternidad.

En las apariciones de La Salette, Francia, la Virgen se aparece llorando, en 1846, desconsolada, a dos jovencitos de 15 y 11 años, diciéndoles que la causa de su llanto son los pecadores, por sus ofensas al Señor, su hijo, y su caminar a la condenación eterna.

Este es el bien perdido para siempre, capaz de compungir a María, a pesar de su inamovible estancia en el cielo junto a la Trinidad.

El problema estriba en que son muchos en la tierra, que no ven o no quieren hacerlo, lo que supone la permanencia en el pecado, capaz de hacerles perder ese bien eterno, de felicidad sin límites, que pierden si tienen a desgracia de morir en pecado mortal.

Vale la pena, entonces, darse cuenta en esta vida de ese bien que no se quiere ver, por indiferencia o descuido,  antes de que llegue la hora definitiva.

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