Se quiere la paz sin poner los medios

Reuniones internacionales: una tras otra, en diferentes países, con unas cuotas de gasto increíbles. Trump, por ejemplo, paga más de 23 mil dólares diarios por su albergue en Londres durante su visita al país para celebrar el 75 aniversario del fin de la II Guerra Mundial. Toda su familia, en pleno, le acompaña en esta celebración.

Sin embargo, ni en esa reunión ni en otras, se ven atisbos de querer conseguir la paz. A contrario, prevalecen los desencuentros, los insultos, y la obstinada voluntad de salirse cada quien con la suya.

La ONU es otro ejemplo. Pensada como un lugar de encuentro entre las naciones del mundo, sirve con frecuencia intereses oscuros de los soterrados muros en las contiendas internacionales. Desde la guerra de Korea en 1951 hasta hoy cientos las guerras y conflictos desatados en todo el mundo, y algunos de ellos llevan décadas con enfrentamientos mortales. Asia y África son los continentes con más conflictos bélicos, pero estas guerras con diferente intensidad se mantienen con las armas fabricadas y vendidas por Occidente a estos países, donde Estados Unidos va a la cabeza con el 57% del mercado mundial. Así se entiende hoy por algunos el "dictum" latino (siglo IV o V d. C) si vis pacem para bellum.

No sé si tutearse es señal de confianza, por lo menos en estos tiempos. Pero el enfrentarse a golpes o a tiros, o más, seca el habla, y de amigos o conocidos se pasa a caras tensas y estreñidas, irreconocibles incluso a la luz de las candelas. Ya no se entienden, van a demostrar la razón con la fuerza de los golpes y ataques. Incluso en los salones de clase, niños comunes, se persiguen por culpa de decires impropios, tanto en boca de adulto como en cualquier persona educada.

El campo se queda vacío y en las ciudades, grandes e insuficientes, se apiñan todos buscando el trabajo diario aunque la comodidad se ha esfumado entre las horas y los humos de cientos, miles de coches circulando a paso de burro cuando suerte hay. Y a veces, ni trabajo  se encuentra, y la incomodidad se agiganta por desaparecer los ingresos y carecer de lo necesario para alimentar el cuerpo, porque el alma quién sabe dónde andará, con tantos apretujones y miserias.

Dicho de manera distinta: los medios para serenarse en un mundo espasmódico se esconden o evitan, mientras la casa del campo yace vacía. Aquí hay paz, pero sin gracia. Claro, y el alma se aturde y gime a escondidas hasta que más no puede. Entonces, estalla la paz, se rompe por alguna esquina, sin avisar, y salta el hígado o las tripas, o quién sabe qué, pero se llena la vida de tensiones contagiosas, para llegar a nada, es decir, a ese ir preparando la mortaja porque se avienen malos días o años. 

Sin paz no hay remedio. La tranquilitas, esa diosa personificada de los romanos, para invocar la seguridad en la vida y en la relación, también se esconde, huye, pues ya no se quiere creer en casi nada, excepciones hechas con uno mismo. Hoy no se lleva el mencionar dioses en los atascos de las grandes avenidas, donde el orden tampoco se lleva con el ajetreo del día, insumisos como andan todos después de haber oído, en medio de grandes ruidos, del derecho a pensar como a cada quien la  gana le dice; ahora por fin ya se es libre de pensar cualquier cosa, y decirlo en alto para demostrar a los demás cuánto sabe uno. 

Por eso ya no hay tranquilitas: el ordo, el orden se lo llevó el relativizar todo en busca de la libertad. En fin, di como quieras lo que quieras, pero ese no es el sendero de la paz, caro amigo. 













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