La plenitud de los tiempos: ¿ya casi?







La gente buena quiere arreglar el mundo; los egoístas tratan de poseerlo, sin contemplaciones; y, los malévolos, quieren dominarlo sometiéndolo a su poder omnímodo.

Cada una de estas posturas viene a resumir el quehacer de las posiciones políticas de tantas ideologías en danza, con la pretensión de ofrecer algo nuevo. La seducción de lo "bueno", la seducción de la "posesión" sin medida, y la seducción del "poder". 

Para comenzar, ¿cómo podría lo "bueno" interferir para la consecución del bien? Por una sencilla razón: por no saber como hacerlo. Comentado más de una vez, el bien, lo bueno, es algo querido tanto por la corte celestial como por los radicales de izquierda. Nadie, en principio, quiere el mal. El problema comienza cuando el querer no sabe cómo hacer ese bien por todos deseado. De ahí el valor de la educación, a partir del seno familiar donde se practican las virtudes esenciales, seguida por una escuela donde se afianzarían estas sendas de vencimientos continuados.

Al segundo grupo pertenecen quienes no vacilaría en cambiar la "primogenitura" por un "plato de lentejas". Sin duda, las lentejas son buenas y saben especialmente mejor en la presencia del hambre. Pero el bien común está siempre al principio de cualquier consideración donde el "yo" se debe poner al servicio de los demás, del "otro", justo de quien pasa junto al camino o sabemos de su necesidad aunque quede su senda apartada de la nuestra.  

La conducta del "malévolo" tiene un ángulo, además del dividir y destruir, quizá más negativo incluso. Se trata del "ejemplo" dado a los demás. Ese "mal" ejemplo incita a denostar, en primer lugar, la dignidad de la persona, comenzando por la propia. Si nos diéramos cuenta del abismo en donde cae quien se comporta siguiendo su instinto, sus tendencias, y deja de lado el camino de los vencimientos continuos para actuar según la razón que sigue la caridad, y busca además sintonizar con las propuestas de la fe, no cesaríamos de lamentar y pedir perdón por tales conductas, por no saber o no querer estar a altura de esa dignidad. Pero la consecuencia de no moverse de acuerdo con los principios del bien obrar, inscritos en el corazón de cada hombre, consiste en la pérdida de la alegría en todo. Quizá el más formidable de  las deformaciones producidas en el interior de la persona radica en el "autoengaño"; se llega a querer creer en la duración casi infinita de los placeres sensoriales, en especial los de carne. Vemos cómo la repetición de actos contrarios al fin que les es propio, acaban agotándose sin satisfacer lo imaginado, cada vez menos en cada repetición. Incluso las relaciones conyugales acaban cansando y se buscan nuevas sensaciones con nuevas parejas sin conseguir lo apetecido, y al romper así la fidelidad prometida se acaba destruyendo lo perdurable.

La ciencia parece ser el recinto sagrado para ir justificando toda clase de perversiones. La ciencia en sí no es perversa, pero se usa para fines distintos a los relacionados con la perseverancia en la fidelidad de donde nace la verdadera alegría. La manipulación de la esencia del hombre en lo conceptual, y la de su naturaleza en lo práctico, crea la confusión que impide ser la sal de la tierra. Entonces, con el paso del tiempo, todo se acaba corrompiendo.

Esa corrupción desmedida en tantos ambientes, se debe a ese haber perdido la sal, y la alegría en el vencimiento propio se pierde en la obscuridad de las relaciones con uno mismo, con Dios y con los demás. La "plenitud de los tiempos" puede sorprender en una relación perversa, contraria a natura, en donde se haya culminado el "tiempo" para merecer, en donde ya casi la fe se haya extinguido. 

El tiempo puede durar muchos miles de años más, pero si se acaba el de uno, ya no hay remedio:  la suerte está echada (alea iacta est).








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