La confusión del lenguaje, fruto del orgullo

Quizá las cosas no van viento en popa, en todos los sentidos. Pero siempre queda algo a nuestro alcance para rematar la faena, con garbo y bien. Por lo menos, regatear como hizo Abraham con el Señor.

En los tiempos de Noé, Yahvé  arrasó la tierra con el diluvio debido a la "maldad del hombre", pesaroso de haberlo creado, pues "toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra".  Así perecieron todos menos Noé, el "único justo",  su familia, y las parejas de animales y de  ganados de cada especie. Al salir del arca, Dios bendijo a Noé y a sus hijos con las mismas palabras del Edén, dichas entonces a Eva y Adán: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra". Entonces, la "fecundidad" se convierte en una nota distintiva de bien para la familia. Es decir, lo múltiple en la unidad. 

Pero el orgullo hace de las suya, y la empresa de Babel acaba confundiendo  el lenguaje y las palabras de los pueblos  y se produce el "embrollo"  como castigo a quienes antes eran un solo pueblo, aunque disperso,  y se entendían entre sí. Así se disgregaron por toda la tierra quienes habían permanecido relativamente unidos. Deberemos esperar hasta Pentecostés para que las lenguas distintas vuelvan a disfrutar el regalo divino de la unidad en el sentido de los distintos lenguajes.

Luego,  por tercera vez, Yahvé, a partir de Abraham, se quiere formar un nuevo pueblo, y a él "padre de una descendencia", tan numerosa como las estrellas, incontables.  De nuevo, vemos el deseo divino de la "fecundidad", pero "unida" bajo un mismo padre, logrado a partir de una mujer estéril y en su vejez, "porque para Dios no hay imposibles", como le recuerda el ángel a María en el momento de su concepción.

Pero ese pueblo unido dejó de ser fiel y Yahvé se prepara de nuevo para exterminar los  poblados de Gomorra y Sodoma por su "gravísimo pecado", y exigieron a Lot abusar de los hombres hospedados en su casa, dos ángeles.

Abraham desempeña con maestría el papel de negociante frente a la decisión divina de exterminar los poblados. Ante la insistencia de Abraham, Yahvé le concede el perdón a las dos ciudades si encuentra cincuenta justos. La cuenta y el regateo bajan la cifra hasta diez, pero no los había.

Ahora el mundo quizá no se encuentre en una relación más amigable con Dios, su creador. La pregunta, entonces, sería: ¿podemos hacer algo para detener un posible castigo divino? Estamos sin duda en una situación privilegiada respecto a estas narraciones de ayer, por la sencilla razón de que el Salvador se encarnó y ha redimido a su pueblo, a ese nuevo pueblo rescatado con su sangre desde la cruz. Pero suenan voces de separación y de "cisma" en el seno de la Iglesia, como en Babel.

La respuesta es fácil de saber, pero, de nuevo, la "soberbia" puede hacer de las suyas impidiendo el camino de la solución: la unidad. Unidad con la tradición de ese pueblo nacido por el agua del bautismo, cuya cabeza es, y seguirá siendo el Papa, padre de toda esa muchedumbre tan numerosa como el firmamento de una noche estrellada. 

No se puede andar el camino solo, por sendas distintas a las ya probadas por quienes nos han antecedido en el camino al cielo, nuestra única razón y fin de ser. Podríamos también, como Abraham, rogar al Padre de este numeroso pueblo para aplacar su dolor después de haber a todos redimido. Ese dolor es más sentido porque quien antes era "sólo"  creador, ahora, después de su venida,  también es redentor. Luego, mereceríamos un mayor castigo

Debemos encontrar la unidad de sentido, saliendo primero del lenguaje confuso del relativismo. Pues la Iglesia sigue beatificando y canonizando a fieles de nuestro tiempo.



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