Pensar en los demás no es olvidarse de sí mismo


Al caminar por la calle se encuentra uno de todo. Gente de todas las edades,
culturas y razas. No importa que el lugar sea la Quinta avenida de Nueva York, la Plaza del Zócalo en la Ciudad de Mexico o la Plaza del Sol madrileña.

El paso de cada quien revela un tanto sus preocupaciones, si bien depende del clima en ese día. Hay días de paseo, el sol brilla sin mucha intensidad y el aire apena sopla en la copa de los árboles dejando oír el canto de algunos pajaritos. Con días así nadie se resiste a dar un paseo, aunque ello implique llegar tarde a los deberes  cotidianos. Las preocupaciones ceden el paso a disfrutar del regalo climático.

Es así cómo se producen los encuentros con otras personas, nuevas o viejos amigos. Y se puede hablar de todo, incluso del día de nuestra marcha definitiva.

No siempre se encuentra uno con los demás cuando quiere. Por eso vale la pena acordarse de ellos y pensar en aquello que les agrada, para que, si se presenta la ocasión, podamos alegrarnos de su presencia e interesarnos de veras en su vida y ver en qué le podemos ayudar.

Todos los hombres tenemos un fin, el mismo fin, pero no siempre queremos saber de qué se trata. Para eso son los buenos amigos, para ayudar a encontrar ese fin, pues, al fin y al cabo, se trata de la felicidad. Nadie verdaderamente amigo escondería esta verdad a quien quiere lo mejor para él. 

En resumen, se trata de acompañar a quienes en esos encuentros, casuales o no, entran en esa esfera de contactos y quizá nadie les ha dicho la verdad del asunto. 

Si uno se preocupa por los demás no se olvida de sí mismo, pues repercute en alegría personal esos encuentros cuando se procura el bien del otro.

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