El papa Francisco: lo nuevo y lo de siempre
Le llegó su hora al papa Francisco. Descansa en paz. Él ya ha rendido su vida delante de Dios. Su suerte está echada. Nosotros nadie somos para enjuiciar su vida apenas consumada no porque era papa, sino porque era persona hecha a imagen y semejanza de su creador, y sólo él, misericordia infinita puede juzgarla amorosamente.
Nadie en la tierra puede llegar a tener tal alto ministerio: ser el representante del mismo Cristo. Como hombre nacido en Argentina justo en los comienzos de la guerra civil española, 1936, había cumplido 88 años. Jamás volvió a su país ni visitó España después de su elección al pontificado. El mundo es muy grande y él tendría sus razones.
Gobernar la Iglesia católica durante 12 años es ardua tarea. No han faltado nunca desde su fundación facciones empeñadas en hacer las cosas a su manera, pero esas formas de hacer no siempre están de acuerdo con el Evangelio de los principios cuando se les dijo a los primeros que lo predicaran a todas las gentes, a todas las culturas, sin mitigar un ápice su contenido. Hoy, y ayer, se ha querido paliar su contenido de acuerdo con los tiempos y con la moda, pero tal cosa no puede ser porque el Autor de los contenidos evangélicos dejó claro que su "palabra" era la de quien le envió a este mundo: el Padre.
Esta seguridad deja claro que se debe volver al Evangelio, pues desde el principio ha estado vigente a pesar de los cambios en las culturas de los pueblos. No se trata de adecuarlo los tiempos sino de adecuarse a él a pesar de los tiempos. Estamos viviendo hoy en los límites del absurdo: lo que la naturaleza nos presenta con claridad, se trastoca por caprichos, por tendencias, por modas. En el principio, al nacer, por ejemplo, se "ve" si se trata de un hombre o mujer, según se lee el momento de la creación.
Por este y otros casos, la tarea de gobernar la Iglesia se convierte en un asunto delicado, si bien se tiene la seguridad de una tradición mantenida a través de los siglos, y aunque, como decía el papa Benedicto XVI, sólo nos quede en la Iglesia un "pequeño resto" a partir de él volveríamos a comenzar si fuera necesario, empujados por el amor, siendo éste lo único que cuenta.
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