Salir al campo, y darle sentido al tiempo.


Sin darnos cuenta, vivimos encerrados, como en prisión. La casa, el trabajo y vuelta a la casa. Sobre todo en las grandes ciudades, el ir y venir al lugar del trabajo puede consumir unas cuantas horas. Apenas queda tiempo para nada más. El mal humor se acumula con los trasiegos del viaje (no faltan en esos largos recorridos) sumados a las contrariedades laborales (siempre al acecho).

Sin embargo, en esos largos recorridos, sobre todo en los países de tradición católica, no faltan en el itinerario la presencia de iglesias, detectadas por su estructura  especial o por asomarse la cruz por encima de los edificios del contorno.

Ahí se da el momento para meterse en el interior del recinto, sin detenernos en nuestro trayecto, y acordarnos de que ese sagrario nos espera una persona desde hace dos mil años, encerrada en un diminuto espacio con las manos llenas de su gracia para agradar dándoselas a quienes lo visitan o pasan por el camino. Son cosas del amor.

En ese silencio las palabras no cuentan aunque se digan muchas cosas a la luz de la candela siempre ardiente junto al sagrario. Pensar en estas cosas puede iluminar el camino, y se nos puede ocurrir decirle algo, un saludo, una petición, un avemaría, o simplemente nada porque vamos preocupados por las incidencias de día. Quizá  un buen día se nos ocurra pedirle una ayuda a quien lo puede todo y nos quiere.

Ante la ausencia del recordatorio provocado por la vista de recintos sagrados, se nos puede ocurrir entablar un diálogo con nuestro Señor y contarle nuestras cosas, nuestras preocupaciones, o pedirle una ayuda para incrementar su  presencia en nuestros afanes diarios. A este recurso se le llama oración, pues hablamos con quien  nos ha dado la vida y nos espera siempre, pues como hemos dicho siempre, el amor no se cansa de esperar.

También puede ayudarnos pensar en la presencia de nuestra Madre, María, compañera de nodos nuestros quehaceres y cuitas, A ella podemos acudir cuando nos veamos cansados, hartos, de ese ir y venir diario, sin sentido, obligados por la necesidad de cumplir con nuestras tareas, sean del signo que fueren. Como buena madre, siente a la vez que nosotros ese cansancio  mental y físico, nuestras prisas a veces, que calan a fondo nuestro ánimo.

Puede sonar todo esto como un remedio impropio de una persona preocupada, cansada, acaso sin mucha fe en estos temas religiosos. Pero si hacemos la prueba, aunque sea ua sola vez, dejando de lado nuestras dudas y contrariedades sobre la eficacia de estas prácticas piadosas, se puede producir el milagro de llenar de alegría y paz nuestros traslados de una parte a otra, y recibir  recuperar el sentido de la vida incluso en estas situaciones tan aparentemente llenas de monotonía porque hemos perdido el sentido de la vida.

Por eso hay que salir a campo, y  reflexionar sobre todo esto, de vez en cuando, y despreocuparnos de todo lo que nos aflige. Quizá no recuperemos nunca el tiempo perdido, pero podríamos aprender a darle el sentido al tiempo.


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