Capacidad de asombro: ¡hay perdón!


El mundo se desmorona cuando perdemos la capacidad de asombro que, el gran maestro de tantos filósofos, solía repetir a sus discípulos: el aprender tiene en su base la "capacidad de asombro". Desaparecida ésta todo parece igual. Ya nada importa. 

Nuestra naturaleza caída por el pecado original, se ha querido concebir como un cascarón que resta fuerza y significado a nuestra libertad. Sí, efectivamente, debemos reconocer nuestra debilidad congénita y arrepentirnos de esa inclinación al pecado. Pero no podemos olvidar, como nos recuerda e papa Benedicto XVI, que Dios no deja a sus criaturas a merced del oleaje de su tiempo. Contamos con su perdón por medio de la Penitencia y con la ayuda de los demás sacramentos.

Esta realidad debe ser conocida por todos y explicada según convenga a cada cultura, a cada persona, y decirle que el oleaje de cada tiempo, como en el caso de Pedro en el mar de Tiberíades, se detiene por completo y obedece a una sola palabra, a un solo gesto  de nuestro creador. 

No estamos solos, dejados a merced de las olas. La libertad se debe encauzar a seguir este camino de luz para llegar al fin. No podemos inventarnos lo que queremos ser y menospreciar nuestra naturaleza humana por muy deteriorada que esté. Nada está perdido ni podemos dejarlo al libre albedrío de cada quien, sin rumbo. 

Desde el principio estamos creados para la santidad. Esto no puede cambiar porque es un designio divino, la razón de ser de nuestra presencia en el mundo para encauzar nuestras acciones, sí, torpes a veces, al llamado de nuestra vocación, cada quien la suya. Pero contamos siempre con el perdón, enclavado en la fe: "Sí, vete, tu fe te ha salvado", escuchamos en el evangelio.

Por eso leemos en tantos casos recientes y antiguos, que Dios se ha hecho hombre para perdonar los pecados. Recuerdo las palabras de nuestro Señor a Faustina Kowalska, en los años 30 del siglo pasado, santa polaca canonizada por Juan Pablo II. Yo te he dado todo --le decía la santa--. Pero el Señor le respondía: Tú me has dado lo que yo te había dado. Pero yo quiero que me des lo que es tuyo, tus miserias.

Quizá este es el nervio más íntimo de nuestra fe: nuestra naturaleza caída nos protege de la soberbia, y la libertad se postra con sus acciones ante quien nos quiere porque nos perdona. Como ocurre en la parábola del hijo pródigo. 

Esto sí que produce verdadero asombro, incluso a Aristóteles.




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